domingo, 11 de enero de 2009

ESA TERNURA HONDA

Me piden que dé la vida por ti; y yo toda mi vida te doy, ¿qué, si no?

La tarde tenía un olor gris amarillento y se iba encogiendo lentamente, dando sus últimos estertores. En la lejanía, se escondía tímidamente, como una adolescente enamorada, la gran bola de fuego del universo. Apenas se oía, el canturreo trotonero del río, que se arrullaba a sí mismo y se moría en sus orillas.

A mí, se me apretaba la tristeza honda como nunca. Gritaba desde mi alma, tangenciada, buscando gente en el sendero de la vida (¡cuánta nostalgia honda, se me mete dentro, a veces!).

En el orillar del momento, en ese único instante trasnochado, a mi niña de ojos grandes, me la trajeron floreciente e inquietantemente solitaria (¡cuántas soledades me debes, hija mía, de mi eterna soledad congénita!).

Venía inquieta y sola; pero soñando (ella lo está siempre); y soñando me cogió la mano, y descubrió la luna real en esa atardecida, mi niña de ojos grandes como cielos; y ahora que nada uno tan desesperanzado; ahora que camina uno inmesirecordiosamente, con la creencia obsesiva, de que se va perdiendo la ternura, todo ese canto de “mi niña”, mirando de reojo el pedazo de luna, gratificó, en ese instante divino, las orillas de mi sendero, transitado en soledades.

Descubrió la luna, cuando a hombros, acariciaba mi pelo junto a la fuente del Valle.

La tarde, tenía ahora ya, un color negro de noche sin suspiros, y mi niña levantaba sus ojos hacia el cielo (a dónde si no), y con el dedo índice, parecía señalar algo inconcreto e indeciso en el divino cuadro. De pronto, se me puso entre los brazos, y escondiendo su cabeza sobre mi corazón, y sus ojos entre mis manos, me dijo: “ahí arriba hay una estrella grande y me da miedo”.

Yo, divina ternura, la apreté fuertemente sobre mí, para que me calara hasta el alma, y le dije: “mi niña, esa estrella grande es la luna”.

Cuando bajábamos por la fuente de la Plaza, camino de esa casa, ella levantaba sus ojos hacia esa estrella grande, y los cerraba de inmediato, escondiéndose en mí; había como medio sorpresa y medio miedo en su lance; había como un temor inconcreto, como una esperanza oculta, lejana, distante.

Las soledades de la noche, habían cubierto de sombras los caminos que se abren en la gran era del mundo.

Los peregrinos de la vida, asolaban, como estatuas, los rincones de los árboles perdidos.

En el muro de la escuela del pueblo, quedó pintado para siempre, el reflejo del alma de mi hija, colgando del árbol de mi sino.



16 de abril de 2008
Antonio López Alonso
Catedrático de Traumatología
Universidad de Alcalá

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